En la era de la Justicia succionada por el poder político parecen agotadas las coberturas de cargos judiciales decisivos que cuiden la forma del prestigio personal. Pleiteadores de ambos lados del mostrador ejemplifican ese tenor sincericida con las designaciones de los ex funcionarios oficialistas Antonio Estofán y Daniel Posse en la Corte Suprema, y con el veto que recibió el jurista Edgardo López Herrera, ganador del primer concurso celebrado para llenar vacantes en la Cámara Civil. En voz bajita, jueces y letrados coinciden en que el nombramiento de Edmundo Jiménez como ministro público fiscal y pupilar sacrifica otra vez las credenciales éticas e intelectuales deseables en beneficio de un impulso fenomenal para la penetración descarnada del Poder Ejecutivo en los Tribunales, política que, por otro lado, el propio Jiménez fomentó primero como secretario de Ramón Ortega y, luego, como titular de Gobierno y Justicia de toda esta gestión.
La promoción de Jiménez, de 69 años, a quien la -¿otrora?- influyente Susana Trimarco llamó “mano negra que maneja a la magistratura”, pone en principio de manifiesto la vocación por mantener el statu quo en un fuero penal exangüe. Así al menos lo interpretan algunos miembros de la comisión que desde hace un año prepara un anteproyecto de reforma procesal. Ese comité, que nació de las cenizas del frustrado plan piloto de la Corte (liderado por Estofán, Antonio Gandur y Posse), ofreció una ventana hacia el desinterés de Jiménez en la modernización del sistema punitivo. El ministro, que formaba parte del grupo en representación del Poder Ejecutivo, asistió sólo a un par de reuniones en las que se limitó a esbozar su proverbial “gioconda sonrisa”. Por atrás del debate público, se encargó de organizar -y de hacer saber que organizaba- reuniones privadas con magistrados a los que notificó que estaba en contra de la corriente procesal que, entre otros cambios, auspicia la oralidad y la transparencia de la investigación penal preparatoria; la jerarquización de las víctimas de la criminalidad, y la división del Ministerio Público en un órgano para la acusación y otro para la defensa.
Tan gravitante es el parecer de Jiménez para el futuro de este proyecto que la comisión levantó el freno de mano cuando supo que él ocuparía el sillón calentito que dejó Luis De Mitri. Aquel plan ambicioso corre, en realidad (como diría Estofán), un riesgo doble puesto que, en el entrevero de pases, Marcelo Caponio, jefe del comité en su carácter de legislador ultraoficialista, volverá al Poder Ejecutivo. El esfuerzo reformador ya había sido abandonado antes por otro legislador ultraoficialista clave, Guillermo Gassenbauer, que de entrada presionó para quedarse con el lugar de secretario del equipo ad hoc y, luego, desapareció del planisferio.
Por una cosa u otra, y porque nunca faltan los impedimentos fundados en mezquindades e intereses particulares, la Justicia penal local que en 1991 pasó al frente con un código procesal de avanzada (alabado en el país y América Latina) está cada vez más rezagada en la búsqueda de alternativas para la sanción eficaz del delito que emprendieron Chubut, Salta, La Pampa, la Ciudad de Buenos Aires, Santa Fe, Neuquén, Entre Ríos y Santiago del Estero. Por el contrario, los Tribunales de Tucumán se han dirigido hacia las catacumbas de la impunidad, rumbo que, en última instancia, incubó aberraciones judiciales como los casos “Lebbos” y “Verón”, y arruinó al ex fiscal intocable Carlos Albaca y al ex ministro público. De Mitri no pudo concretar ninguna de las propuestas sustanciales que había formulado para fortalecer su alicaída institución y Jiménez, cuya autoridad reside en el vínculo con el oficialismo, hereda la coyuntura adversa que contribuyó a forjar desde la Casa de Gobierno: la suma de ambas trayectorias da por resultado un presente judicial inédito en términos de desprestigio y sinceramiento.